Por: Rafael Ariansen Salvagno

India - 1935
Cazadores de cabezas, antiguas maldiciones, trampas mortales, nazis, serpientes... aún no está seguro de a quiénes detesta más: a los nazis o a las serpientes. Mil y una peripecias ha tenido que sortear el Dr. Henry “Indiana” Jones Jr., profesor de arqueología, experto en lo oculto y ¿cómo decirlo?... recuperador de antigüedades raras. En su búsqueda por develar los hechos del pasado, y obtener en el camino un poco de “fortuna y gloria”, se ha topado con lo innombrable, pero nada lo preparó para lo que encontraría en su aventura en el palacio Pankot. Y no nos referimos precisamente a su accidentado y no programado viaje hasta esa remota provincia de la India, ni al terrible secreto que se escondía tras las murallas y en el subsuelo de la imponente fortaleza. Sino, al banquete de honor que el Maharajá ofreció para él y para sus dos acompañantes: Short Round, su precoz “guardaespaldas” de 12 años y Willie Scott, una cantante norteamericana que se había convertido en una pesada y gritona carga desde su última aventura en Shangai.

 Su llegada precipitada a la India ya auguraba problemas futuros. Se habían arrojado desde un avión sin pilotos envueltos en una balsa inflable que amortiguó su caída pero que los lanzó en una loca carrera por la pendiente de una montaña nevada hasta terminar precipitándose por un barranco hasta un río de aguas turbulentas: otro día en la oficina para Indiana Jones.

Pero eso ya había quedado atrás. Ahora le preocupaban las acusaciones que el jefe y el shamán de la aldea Maypore que los acogió lanzaban sobre Pankot, un palacio que él suponía abandonado, pero ahora, según sus anfitriones, era la fuente de la más oscura de las maldades, que “se esparcía como el monzón” pervirtiendo gentes, animales y cultivos por igual. A la aldea le había sido arrebata su piedra sagrada y lo que es peor, todos los niños habían desaparecido trágicamente una noche en que los campos se incendiaron. El Profesor Jones ya no seguiría la ruta segura a Delhi, ahora tendría que hacer una visita al palacio Pankot.

Y aquí estaban, Indiana y Shorty a punto de disfrutar de la hospitalidad del Maharajá de Pankot. Habían sido recibidos horas antes por su Primer Ministro, Chattar Lal, un hindú educado en Oxford quien reconoció al instante al célebre arqueólogo. Todo parecía en orden. Indiana tenía puestos sus anteojos, su chaqueta de tweed (que Dios sabe cómo sobrevivió al viaje) y una corbata de lazo: su atuendo de profesor en el Marshall College. Había dejado en la lujosa habitación que le había sido asignada, y que compartía con Shorty, su sombrero de la suerte, la gastada cazadora de cuero, su látigo y su revolver también: su traje de “faena” y que según Willie le daba un aspecto de “domador de leones”.

Mientras se acariciaba la vieja cicatriz del mentón, en el que ya se dibujaba la sombra de una barba de tres días (Shorty había olvidado empacar su navaja de afeitar), admiraba la extraordinaria opulencia del “Pabellón del Placer”, recinto reservado para los banquetes especiales. Pensó en su amigo Marcus Brody, curador del Museo Arqueológico de Nueva York, y en lo que daría por tener en su colección algunas de las esculturas y tapices que adornaban el salón. Una de las piezas llamó inmediatamente su atención y se acercó para examinarla más de cerca. Se trataba de un “kryta”, una pequeña figura de arcilla que era el equivalente a los muñecos “vudú” del Africa Occidental. El kryta representaba a tu enemigo y te daba completo poder sobre él. Era una imagen usual en las ceremonias de adoración a la diosa Kali, practicadas por el culto Thuggee. Pero actualmente eran sumamente raras dado que los Thuggees fueron desbandados hace casi cien años por el ejército británico tras indicios de que realizaban ritos obscenos, incluyendo sacrificios humanos. ¿Cuánto habría de verdad y cuánto de imaginación en las historias de los aldeanos? El contraste con la miseria de la villa que acababa de abandonar era chocante. La luz de las antorchas, la exótica música, el incienso y las bailarinas del palacio proveían un ambiente de ensueño, pero por algún motivo perturbador.

Willie se unió a ellos radiante, usando un vestido de seda y cubierta de alhajas que brillaban en su cuello, sus brazos y su cabello rubio. El arqueólogo se dio cuenta de lo atractiva que era, siempre y cuando no abriera la boca. La cantante se sentía como una princesa y parecía haber olvidado las incomodidades que hasta el momento había sufrido arrastrada en esa travesía.

El resto de los invitados eran los ministros de la corte del Maharajá y algunos acaudalados mercaderes hindúes, todos vestidos con sus mejores galas. Junto a ellos, un capitán de la caballería británica en su uniforme, que se acercó en compañía de Chattar Lal.

“Somos muy afortunados de tener esta noche tantos huéspedes inesperados. Les presento al Capitán Phillip Blumburtt”. Algo le decía a Indiana que el Primer Ministro estaba muy lejos de ser feliz teniendo un contingente de tropas británicas acampando en las cercanías del palacio.

Ajena a los vericuetos de la política, Willie buscaba entre los presentes al Maharajá, pues acababa de enterarse de que aún no había escogido esposa... quizás no había hallado a la mujer apropiada. El viaje valdría la pena si podía echarle el lazo a un rico aristócrata hindú que parecía estar nadando en oro.

De repente, un golpe de tambor indicó a los invitados que podían pasar al comedor.

Willie y Shorty estaban hambrientos y deseosos por dar cuenta de su primera comida decente desde hacía varios días. La empobrecida aldea (y la pasta de arroz cubierta de moscas que les ofrecieron ahí) estaba muy lejos de ser un paraíso culinario.

El tambor se escuchó por segunda vez. Era la señal para que los comensales tomaran su lugar en una muy larga mesa rectangular, casi a nivel del suelo, rodeada de coloridos cojines. Mientras todos permanecían de pie frente a su sitio, Chattar Lal hizo un anuncio en hindi y luego en inglés:“Su Suprema Majestad, guardián de la tradición Rajput, el Maharajá de Pankot, Zalim Singh”.

Todos lo ojos se posaron en las puertas doradas que se abrieron para dar paso a un niño ricamente ataviado con brocados de oro y plata, y un turbante que exhibía descomunales joyas. No tendría más de trece años. Todos hicieron una reverencia, incluyendo Indiana y Willie, quien veía esfumarse su sueño de ser reina. “A lo mejor le gustan las mujeres mayores”, le dijo por lo bajo Short Round. ¡Al diablo! Por lo menos cenaría como reina, nunca había estado tan hambrienta en toda su vida. El joven Maharajá finalmente tomó asiento sobre unos cojines dorados e hizo un gesto con la cabeza, indicando a sus huéspedes que lo imitaran. Inmediatamente los sirvientes aparecieron llevando unas enormes bandejas de plata y colocaron una directamente frente a Willie, quien se quedó mirándola con expresión de desconcierto. Era una enorme y humeante boa constrictor enroscada sobre sí misma, al parecer rostizada.

“¡Ah, Serpiente Sorpresa!”, anunció su vecino de la derecha, un hombre corpulento con un grueso bigote negro en espiral hacia arriba. “¿Y cuál es la sorpresa?”, preguntó Willie temerosa. Pero antes de recibir una respuesta, uno de los sirvientes hizo un tajo en el abultado vientre del animal con una daga curva que brilló por un instante en su mano. El corte reveló que el interior de la serpiente estaba repleto de viscosas y escurridizas anguilas bebé (por lo menos, eso parecían) que empezaron a brotar y a escabullirse por toda la mesa.

Indy trató de controlar su ofidofobia (miedo a las serpientes) pensando en lo graciosa que se veía la cara desencajada de Willie, que inmóvil observaba a un invitado de turbante rojo deslizando por su garganta dos anguilas que se sacudían furiosamente. Short Round, sentado a la derecha de Willie, dejó caer de su boca una nuez que estaba a punto de comer. A continuación, una charola, que empezó a pasar de mano en mano, fue recibida con vítores por los miembros de la corte de Pankot: contenía lo que parecían ser escarabajos negros gigantes de unos 15 centímetros de largo. Los viajes de Indiana Jones alrededor del mundo le habían enseñado que la práctica de consumir insectos vivos o cocinados era muy antigua y estaba enraizada en muchas culturas. Recordó de inmediato los “suris”, enormes gusanos de tierra que había probado fritos en las selvas de Perú y que le habían parecido deliciosos. Por lo visto, sus anfitriones consideraban a estos bichos delicados manjares, pues se esmeraban por quebrar su caparazón para succionar hasta la última gota de sus entrañas blancuzcas.

“¿No come Usted?”, le preguntó a Willie el hombre que tenía al frente, un comerciante de barba gris, mientras introducía sus dedos dentro de la carcaza del animal.

“Yo, uh… los comí en el almuerzo”, fue la única frase que pudo articular la cantante, y que fue celebrada con un sonoro eructo por aquel devorador de insectos.

“Dame tu gorra”, le dijo Willie a Shorty.

“¿Para qué?”, le respondió el muchacho, mientras se sacaba su gorra de baseball.

“Voy a vomitar en ella...”

Mientras tanto, Indiana, sentado junto al Capitán Blumburtt y frente al Primer Ministro, se las ingeniaba para obtener información sin ser demasiado descortés. Chattar Lal evadía todas sus preguntas sobre los cultos prohibidos, calificándolos como historias de gente sencilla, producto del folklore, el temor y la imaginación. Finalmente, el arqueólogo decidió atacar de frente, y sin perder la sonrisa comentó: “en la aldea que dejamos atrás nos dijeron que el palacio Pankot se está volviendo poderoso gracias a una antigua maldad. También aseguran que ustedes les robaron algo”.

El Capitán Blumburtt, quien trataba de espantar una anguila que se había arrastrado hasta su sitio, levantó la mirada hacia el Primer Ministro. El repulsivo animal se alejó reptando luego de dar un agudo chillido.

“Dr. Jones, en nuestro país no es usual que un invitado insulte a su anfitrión”, fue la cortante respuesta del hindú, incómodo a pesar de que procuraba mantener la serenidad.

“Perdón, estábamos hablando de folklore”, se excusó Indy, intentando una retirada estratégica. Apartó la mirada del airado Primer Ministro y la posó sobre Willie que estaba hablándole casi al oído a uno de los camareros.

“¿No tendrían algo sencillo, como una sopa?”. El sirviente se retiró y regresó en cuestión de segundos con una impresionante sopera de plata que puso frente a Willie y al esperanzado Short Round que estaba listo para abalanzarse sobre ella cuchara en mano. Retiró la tapa dejando escapar el vapor concentrado junto a un delicioso aroma. La hambrienta mujer introdujo su propia cuchara y empezó a revolver el cremoso contenido para captar mejor el olor a especias exóticas que se desprendía de él. Pero su expresión de satisfacción se congeló en el tiempo al ver emerger en la superficie de su sopa media docena de globos oculares que le regresaban la mirada. Aún tenían adheridos los cartílagos que los unieron en algún momento al cráneo de un desconocido animal.

Un grito ahogado se escuchó en el otro extremo de la mesa, mientras se reanudaba la discusión. “Dr. Jones, todos somos vulnerables a los rumores. Si mal no recuerdo en Honduras se le acusó de ser un ladrón de tumbas”, arremetió el Primer Ministro.

“Los periódicos exageraron el incidente”, replicó Indiana cada vez más avergonzado y sorprendido de lo bien informado que estaba su interlocutor.

“¿Y no fue el Sultán de Madagascar quien lo amenazó con cortarle la cabeza si se atrevía a poner un pie en su país?”.

“No, no fue la cabeza...”, trató de defenderse el arqueólogo.

“¿Entonces, sus manos?”

“No, fue mi...”, Indy miró a su entrepierna, “...fue un malentendido”.

“Exactamente lo que tenemos aquí, Dr. Jones”, concluyó triunfalmente el Primer Ministro.

  

De repente, una delicada voz infantil sorprendió a los presentes. Era el Maharajá que hablaba por primera vez. “He escuchado terribles historias sobre el culto Thuggee. Pensaba que eran historias que contaban para asustar a los niños. Más tarde, aprendí que el culto había existido y que había hecho cosas innombrables. Y les aseguro que nunca volverá a pasar algo así en mi reino”. El muchacho pronunció estas palabras mirando directamente a Indiana y finalmente a su Primer Ministro. Chattar Lal le dedicó un movimiento de cabeza que inequívocamente indicaba aprobación.

“Pido perdón si lo ofendí”, respondió Indiana.

El incómodo silencio que se produjo a continuación fue felizmente interrumpido por los sirvientes que invadieron la estancia ubicándose detrás de cada uno de los invitados.“¡Ah, el postre!”, anunció muy complacido el mercader de barba gris en el preciso momento en que frente a cada comensal se ponía una copa en la que descansaba una pequeña cabeza de primate. Los sirvientes se inclinaron sobre ellas y destaparon todos a la vez la parte superior del cráneo peludo dejando en su interior una cucharilla de plata. Willie, al borde del desmayo, vio horrorizada como los invitados empezaban a extraer del interior con mucho deleite una especie de mazamorra rosada.

  

“¡Sesos de mono helado!”, fue la última cosa que alcanzó a escuchar la cantante antes de poner los ojos en blanco y caer sin sentido hacia atrás, perdiéndose de vista entre los cojines.

“Extraño menú, ¿no le parece?”. Indiana Jones regresó de sus cavilaciones gracias a esta pregunta del Capitán Blumburtt ya habiendo terminado la cena.

“Incluso si hubieran querido asustarnos, un hindú devoto nunca tocaría la carne...”. Indy miró a su alrededor. “…Me pregunto qué serán estas personas”.

Mientras caminaba por los pasillos del palacio junto a Short Round, rumbo a su dormitorio, su instinto continuaba diciéndole que había algo muy raro oculto en el palacio Pankot. Pero dejaría las pesquisas para mañana. Willie estaría sola en su habitación, muerta de hambre y él llevaba en un plato cubierto por una servilleta azul dos manzanas verdes, un mango y un racimo de uvas, posesiones más valiosas que el oro en ese momento. Quizás podrían ganarle algo de fortuna y gloria esta noche. “¿Mañana me contarás todo?” se despidió Shorty antes de que su jefe lo enviara a la cama. Ahora se encontraba frente a la puerta de Willie, y él era un científico listo para probar su teoría.