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CENTRO DE INVESTIGACIÓN DE LOS ANDES

A COMER CON VINO

Caius Apicius.

Madrid, (EFE).- "Comer sin vino, comer mezquino", decían nuestros clásicos del Siglo de Oro, entendiendo "mezquino" como sinónimo de "miserable". Me resisto, de verdad, a considerar que la sociedad española de hoy es una sociedad mezquina, pero si aplicamos el dicho del XVII a lo que vemos cada día... no sé qué decirles.

La verdad es que cada vez se ve a más gente comer sin vino en los restaurantes. Hace sólo unos días, en uno cuya carta de vinos es realmente buena, de los diez comensales que ocupábamos sus mesas -esa es otra, la flojísima concurrencia a los restaurantes en estos momentos- sólo tres bebíamos vino, mientras otros tres comieron con cerveza -una copa solamente cada uno- y los otros cuatro con agua.

Menos mal: podía haber sido peor, podía haber habido alguno que apelase a algún refresco.

Ciertamente, nuestros antepasados, los contemporáneos de bebedores tan conspicuos como Cervantes, Lope o Quevedo, no estaban en las mismas condiciones que nosotros. Para empezar, su única alternativa al vino era el agua; se conocía la cerveza, pero no era una bebida que suscitase demasiadas simpatías, y se la consideraba propia de flamencos y ajena a las costumbres hispanas.

Por otra parte, los miembros de la Santa Hermandad, aunque tuviesen mangas verdes, no hacían soplar a los conductores de carros ni a los jinetes para ver si estaban en condiciones de circular. Y el vino, encima, costaba poco.

Para acabar de completar el cuadro, a ningún médico del XVII, salvo que fuese compañero de promoción de Pedro Recio de Tirteafuera, que amargó a Sancho su primera cena en la Ínsula Barataria, se le ocurría proclamar que el vino era especialmente dañino para la salud. Ya ven que en el Siglo de Oro nada impedía que los ciudadanos bebiesen vino.

Hoy hay una serie de factores que hacen que el consumidor se reprima. Seguramente la de más peso sea el control de alcoholemia al que puede ser sometido, tanto en carretera como en ciudad.

Ciertamente, aquí no hay nada que objetar: el alcohol y la conducción son incompatibles, y punto.

Pero, en caso urbano, hay transporte público, taxis... Parece que al ciudadano le cuesta más trabajo renunciar a usar su vehículo para distancias cortas que prescindir del vino; cuestión de prioridades.

Yo, desde luego, voto por el taxi.

Está después la clase médica, que tiene la costumbre de satanizar todo aquello que es placentero. El vino, también. Cada cierto tiempo, que esto es cíclico, ha de lucharse contra la tentación de los responsables de Sanidad de incluir al vino entre las drogas.

Menos mal que de vez en cuando se publican estudios como la famosa paradoja francesa, se subrayan las cualidades antioxidantes del vino, se habla del resveratrol...

De todos modos, la influencia del puritanismo anglosajón-protestante en esto es muy fuerte, y las revistas médicas que marcan pauta están escritas en inglés, así que...

Así que vamos a dar con el verdadero meollo de la cuestión: el precio del vino. Hoy se dice, con razón, que una botella de vino en el restaurante es un invitado más a la hora de hacer la factura.

Curiosamente, la mayoría de los restaurantes han abandonado la antes habitual práctica de cargar márgenes del 300 y hasta del 500 por ciento sobre el precio de coste de los vinos; pero, claro, algo han de ganar, que un restaurante es un negocio. Los vinos buenos tienen un precio, que no vamos a discutir. Y ese precio es, a veces y según para quién, disuasorio.

Hay vinos de precio muy asequible... pero no abundan en las cartas. Por otra parte, y aunque los prescriptores de opinión alaben este tipo de etiquetas, el consumidor las ve con cierta desconfianza: no le suena que un vino barato vaya a ser bueno, son muchos años de la experiencia contraria. Y se pasa a la cerveza, o al agua.

La posibilidad de las medias botellas no convence. Se piden, pero coartan mucho al cliente. En primer lugar, porque la elección se ve limitadísima: apenas encontrará en la carta de vinos tres o cinco ´medias´. En segundo lugar, son tres copas, a todo tirar, y eso también coarta bastante... aunque no se vayan a beber más, pero una cosa es beber tres copas porque no apetecen más y otra hacerlo porque no hay más.

Y los vinos en medias botellas no son iguales que en botella de tres cuartos. Además, la botella de medio litro, que pudiera haber sido una buena opción, apenas ha tenido éxito.

Ya va siendo normal que muchos restaurantes de nivel medio-alto ofrezcan a sus clientes la posibilidad de llevarse a casa el vino que no se han bebido y queda en la botella, ofreciendo unas bolsas discretas y hasta elegantes para tal fin... pero al consumidor español todavía le da mucho corte pedir el vino sobrante, por aquello de "van a decir -o, peor todavía, pensar- que soy un mezquino".

No, hombre: que su comida es mezquina se lo dirían Lope o Quevedo si le sorprendieran regándola con agua. Pero, la verdad: entre todos, cada vez lo ponen más difícil. Y luego nos lamentamos del descenso del consumo. EFE cah/ero

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