Han desempolvado a Plinio y con ello al primer detective gourmet de la literatura española, un precedente del Carvalho de Vázquez Montalbán. Al jefe de la guardia municipal de Tomelloso, personaje principal de las novelas de Francisco García Pavón, le volvían loco las gachas y las migas del cabo Maleza, un hombre de buen pulso en el cocinar como se cuenta en Una semana de lluvia.
Maleza, antes de guardia, había sido viñero y tenía la adoración de la comida, que ejercitaba en marcos apolillados. García Pavón se recreó hace años en describirlos de manera magistral: «Estos escenarios de las cocinas antiguas también se van. Como se van las moscas. Como se fueron los calzoncillos largos y las gallinas de corral.
Como se fueron las redinas del aceite, los toneles con caña cortada a sagita, las pelerinas, los colchones de lana, las abarcas, los puntilleros, los pantalones con mandilillo, las sayas bajeras, los refajos, los escriños, las cestas de mimbre, las cantareras, los botijos, los caramelos de malvavisco, las cencerradas, los judas, los ramos del domingo, los mayos, las canciones de carro...».
Breviarios del Rey Lear, al hilo de este merecido revival sobre García Pavón, acaba de publicar por virtud de Sonia García Soubriet un manual con recetas de Miguel López Castanier, con ilustraciones de Kim, sobre la cocina manchega. López Castanier, patrón del restaurante madrileño La Taberna de Liria, compagina su dedicación a los fogones con la divulgación gastronómica.
En las novelas de Plinio, ha encontrado una formidable excusa para volver sobre los pasos y proponer una alegre pitanza, adaptada a hoy, con las berenjenas de Almagro, el pisto, la pipirrana, el zancarrón con huevos, los galianos, las asaduras, los buñuelos, los churros y las tortas de Alcázar. Propuestas todas ellas recias y singulares, cara opuesta de la aburrida oferta franquiciada y de diseño con la que nos quieren dar el pego en nombre de la cocina creativa, de fusión y otras pamemas.
El mejor saber del cabo Maleza era hacer las gachas, la comida de los pobres tomelloseros. Las gachas se cocinan con harina de almortas. Son muy parecidas a la polenta que se come en el norte de Italia.
López Castanier plantea unas para el día de fiesta que llevan bacalao. La consistencia de las gachas debe ser la de una bechamel ligera, aromatizada con alcaravea, anís, pimienta negra y orégano. En el tueste está el secreto. «El punto del cuajo de las gachas y el tocino le cristalizó con su hechura del hombre y hacerlas era para él un rito y una inconsciente revivencia de su mejor edad y sus mejores padecimientos». Así son para Maleza, el cabo cocinero troncal de Plinio.
La cocina manchega es de gañanes y pastores, como bien ha escrito Lorenzo Díaz, autor de La cocina del Quijote. Sólo hay que ver los torreznos, las migas canas, las gachas, los pistos, los morteruelos y los tiznaos, que se siguen manteniendo en los figones de Cuenca a Ciudad Real, en Toledo, Albacete y en casi toda Castilla La Mancha.
Mención aparte merecen los duelos y quebrantos. Consiste en unos huevos revueltos con tocino entreverado, jamón serrano, chorizo, sesos de cordero, sal y pimienta, todo ello frito en grasa de cerdo. Cervantes, Lope de Vega y otros grandes de la literatura española del Siglo de Oro se refirieron a ellos, cuya historia mantiene abiertas las incógnitas.
Es conocido lo que sigue: «Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda». Es decir, la hacienda del ingenioso hidalgo manchego. Sobre el origen del revuelto se han escrito muchas cosas. Que la comida provenía de los tasajos de las reses (ovejas y cerdos) muertos que consumían los pastores y labriegos y que el nombre del plato se debe al dolor que producía entre los hacendados la pérdida de ese ganado. Cristino Álvarez, un «routier» gastrónomo o gastronómada, como se dice ahora, ha recordado que la modesta preparación literaria consiste, y como recuerdan algunos paradores castellanos, en «legumbres con huesos y despojos de ovejas muertas accidentalmente en cañadas».
La elaboración de los duelos y quebrantos es humilde como el plato. Con la grasa de freír el tocino, se pasa también el jamón y el chorizo. Los sesos de cordero se cuecen y se saltean con manteca de cerdo. Se incorporan a la fritura. Los huevos se baten en una cantidad proporcional y se termina el revuelto en la propia sartén. En la sartén, se cocinan casi todos estos platos de pastor que no son ollas de carne y vegetales. Por ejemplo, las migas manchegas, tras incorporar el pan duro remojado a la fritura del ajo y de las guarniciones. Todo sobre la marcha y de manera sencilla, como las gachas y otras elaboraciones similares.
La olla de algo más vaca que carnero, todavía presente en algunas comandas, se tenía por un guisote de circunstancias que se llegó a permitir los sábados en España pese al voto de abstinencia instituido con la fiesta del triunfo de la Cruz y más tarde abolido por el Papa Benedicto XIV, en el siglo XVIII. Lleva judías blancas secas, morcillo de vaca, pie de ternera, jamón serrano curado, hueso de ternera o cerdo, algo de tocino fresco, chorizos y unas rebanadas de pan blanco, además de laurel y granos de pimienta negra. El salpicón, «las más de las noches», no es sino una «ropa vieja», como tantas otras. Cervantes dejó prueba escrita del aprovechamiento de las sobras, extendido desde siempre en la cocina española. Los hidalgos castellanos, austeros, no eran una excepción dentro del conjunto: aprovechaban los restos de la carne del cocido de la comida y en ellos mismos encontraban el salpicón de la cena.
La pitanza de Don Quijote incluye también el palomino de añadidura de los domingos. El palomino, quintaesencia de los fogones manchegos, es el pollo o pichón de la paloma brava. En los itinerarios quijotescos, desde Esquivias hasta el Campo de Montiel, de Almodovar a Garcimuñoz, las mejores mesas ofrecen palominos. La forma más tradicional de prepararlos es trocear los pájaros en cuartos, sin patas ni cabezas. Lo siguiente es ponerlos a macerar en una gran cazuela de barro con leche, un poco de vino blanco seco, cebolla y ajo aplastado en su propia piel, por espacio de cinco horas. A continuación, freírlos enharinados hasta que doren y, devueltos a la cazuela, cocinarlos a fuego suave en el mismo adobo. Al guiso se incorporará un sofrito de pan, almendras y piñones, majado en el mortero. Los palominos se servirán tiernos con una reducción de la salsa.
El pichón que ofrece Manuel de la Osa, uno de los cocineros más creativos de España, en su restaurante de Las Pedroñeras (Cuenca) no tiene mucho que ver con el palomino de los domingos de Alonso Quijano o de los hidalgos cervantinos. La carne, roja en un punto sublime, aromatizada con canela, envuelve al comensal en inolvidables texturas y fragancias. Junto con la sopa fría de ajo o la morcilla de caza sobre crema de patata, viene a ser un exponente de la gran gastronomía moderna manchega.
La cosa no acaba ahí. Los gazpachos o galianos son estupendos. También, el tojunto o la caldereta de cordero, o el atascaburras (guiso con bacalao). Y sobresaliente es el morteruelo de Cuenca, gran paté nacional basado en una vigorosa selección de las carnes de caza. Un morteruelo sobre unas tostadas o simplemente rebanadas de pan de leña sirven con una botella de vino, sin más, para una merienda gloriosa.
El Campo de Calatrava es cuna de la noble y generosa Cencibel, que evolucionó de la variedad tinta de Borgoña que introdujeron los monjes cistercienses. La Mancha, con la mayor extensión de viña de España, ha sido siempre tierra de queso y vino. Tomelloso -tierra del pintor Antonio López y del citado escritor Francisco García Pavón-, está levantada «sobre una gran cisterna de vino», como escribió Víctor de la Serna. Los caldos manchegos tienen ahora una proyección distinta para el consumo y una elaboración mucho más cuidada. «Carne de hoy, pan de ayer y vino de antaño, y vivirás sano», reza el refrán. O «en San Clemente buen vino, mejor gente». Y así.
Conscientemente, al igual que Plinio, me he olvidado del colesterol. La Nueva España - Asturias,Spain
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