MACHU PICCHU 550
Por Antonio Zapata
Ahora que los medios celebran los primeros 100 años de Hiram Bingham, conviene recordar que la construcción de Machu Picchu data de 1450-1480. El soberano reinante era Pachacútec, quien venía de obtener la victoria sobre los chancas que permitió construir el Tawantinsuyu. A continuación, el inca conquistó a los collas y extendió su dominio al altiplano. Se detuvo y asoció a uno de sus hijos como corregente. Como el incanato requería un guerrero que termine el ciclo de conquistas, Pachacútec escogió al joven Túpac Yupanqui, quien condujo la gran expansión imperial como jefe militar.
Una vez aprobado este nombramiento, Pachacútec sé autoimpuso otra misión. El inca viejo entendió que fundar un imperio implica una obra de renovación espiritual de la elite. Pachacútec quiso conectar el dominio político con una transformación ideológica que le conceda fuerza anímica a la aristocracia inca. Por ello, fue el promotor de la divinidad solar. Elevó su importancia en el panteón andino, especializando a su familia en el culto. Los suyos fueron los sacerdotes y guerreros por excelencia.
Durante su reinado, Pachacútec fue un esforzado arquitecto y urbanista. La misma capital cusqueña fue objeto de una profunda reconstrucción. Al terminar el nuevo Cusco y definir sus elementos característicos: plaza, barrios, caminos y templos, Pachacútec construyó su propia hacienda real. Ese fue el momento de Machu Picchu.
Los soberanos imperiales dispusieron de este tipo de propiedades que la etnohistoria ha llamado “haciendas reales”. Por ellas se entiende tierras y servidores que pertenecían a la familia ampliada del soberano, llamada “panaca”. Este grupo conservaba la momia y el culto del inca una vez fallecido y se encargaba de su eterno culto.
Como parte de su propia hacienda, Pachacútec construyó un gran complejo, que incluía varias estaciones preparatorias que se hallan a lo largo del llamado Camino Inca. La más importante es una serie de fuentes y andenes en un lugar encantado llamado Wiñay Huaina.
Más adelante, en la cima de Machu Picchu se halla una cantera de granito blanco, muy dúctil y elegante, apropiado para la construcción. Además, el cerro asociado, el Huayna Picchu, termina una línea de montañas que empieza en el gran nevado llamado Salcantay, uno de los Apus mayores del Cusco.
Por lo tanto, Machu Picchu culmina un circuito sagrado. La muralla exterior lo aísla de la zona profana y adentro es una reproducción a escala del mismo Cusco. La plaza separa dos barrios, arriba y abajo, los templos se hallan a cada lado y los andenes también. El centro religioso llamado “torreón” es una reproducción en miniatura del Coricancha del Cusco, donde hoy se levanta la iglesia de Santo Domingo. Esas paredes semicirculares de piedra finamente encajada constituían el mayor de los orgullos de los arquitectos incas y se las reservaban a sus centros ceremoniales principales.
Pachacútec construyó Machu Picchu para visitarlo periódicamente, desarrollar ceremonias y cálculos astronómicos. Durante sus ausencias, el sitio estaba al cuidado de un conjunto de servidores, cuyos restos y ajuares funerarios acaban de ser devueltos por la Universidad de Yale. Entre otros, destacan pequeñas campanitas, de uso personal, y también sahumerios muy gastados. Ambos objetos nos permiten imaginar las fiestas rituales de los incas, marcadas por inciensos, olores aromáticos y ritmos musicales.
A 100 años de Hiram Bingham, el público conoce poco de la historia de Machu Picchu. Bien valdría la pena esta celebración para difundir su conocimiento científico, que obviamente contradice las absurdas leyendas que esparció, desde el primer momento, su supuesto descubridor científico.
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