EL MAJARISCO
Por: Cecilia Portella Morote
A pesar del término, con raíces que bien podrían haber sido tomadas del cuento de Aladino o de algún relato moro, la palabra Majarisco, es uno de esos tantos quiebres que los norteños del Perú están acostumbrados a realizar para darle una pintoresca explicación a su diario quehacer.
Menciona en alguno de sus escritos, el doctor en lingüística y filólogo, Carlos Arrizabalaga (1) que esta particularidad de los piuranos y tumbesinos consiste en poseer en su habla coloquial, abundantes peculiaridades léxicas, algunas originadas de arcaísmos, otras, derivaciones de más de una palabra que, construidas a su modo, excluyen del entendimiento a quien no sea de la zona. Es decir, un limeño bien podría sucumbir en una conversación entre norteños y resultar un convidado de piedra al lado de ellos.
Es necesaria tal explicación para hacer notar que la palabra “Majarisco” proviene del verbo “majar”, que es lo mismo que chancar, aplastar con una piedra, mazo o batán y a ello, los tumbesinos le han adicionado el sufijo “isco”, derivado de marisco, que es lo que más abunda en este suculento plato norteño. Mariscos de mares y ríos, son los que junto a plátanos verdes fritos y majados, se constituyen en uno de los más emblemáticos platos de esta región.
SABORES Y MEZCLAS
Tratando de encontrar la mejor forma de hablar de este plato, me encontré con su entorno, con sus autores, con el escenario mismo de un nacimiento pomposo.
Pues aunque bien sabemos que este Majarisco tiene cuna conocida, allá en la cúspide de un país que no se cansa de seguir descubriendo y revalorando una gastronomía que se convierte en el pilar de nuestro turismo, hay también otras influencias cercanas que han intervenido en su formación, en la riqueza de su sabor y en la acertada mezcla de elementos, que sin quererlo, encontraron una fórmula ideal, de mezclar lo ligeramente dulce del plátano, con los frutos del mar… sabores salinos y de inconfundible textura.
En esta riqueza también participan la crocancia de los chifles, la suave ligazón de un aderezo de ajíes, tomates y cebolla; además del sabor de una chicha de jora norteña, fuerte como sus hombres y hechicera como sus mujeres. Demás está decir que los acompañantes, sean arroz o yucas sancochadas, palían la confluencia de sabores que hacen una fiesta en el paladar y que embriagan a cualquier parroquiano que desee este encuentro.
Hace solo unas semanas hablábamos de Piura y de su seco de chavelo. No pretendo cometer un atrevimiento al decir que generosos puñados de mariscos, picantes y aderezados, nadando en su jugo y retozando en la chicha de jora, sobre el plátano verde frito y majado, es la mejor forma que encontré para describir nuestro Majarisco. Piura y Tumbes, cada quien con lo suyo, con sus sabores y sus secretos hacen de este potaje, uno de los mejores exponentes de su cocina.
CON SU TUMBES BAJO EL BRAZO
No conozco Tumbes, pero viví en Piura. Hablo de la tierra, no de sus personajes; sin embargo, en estos años pasaron por mi vida tumbesinos que se han quedado, amigos generosos, alegres y afables.
Es increíble pensar que solo sus tres provincias son más que suficientes para encontrar lo que se busca. Recuerdo ahora a doña Pochita, a quien llamaban “Pomponio” en la época universitaria y a nuestro amigo Luis Noblecilla, quien decidió aprovechar lo que aprendió en su natal Tumbes y llegó a Lima, para establecerse y hacer de la cocina, el negocio que lo ha llevado al sitial en que hoy se encuentra.
Formó aquí su familia, sus jóvenes hijos ya se hacen cargo del negocio familiar y los pequeños, miran y admiran el trabajo de su padre. Negocio traducido en sendos restaurantes en la avenida Rosa Toro, de San Borja, concurrida por los amantes del ceviche y de todos los platos que del mar nacen.
Tumbes Mar, es el nombre que le puso a su restaurante y que pinta de cuerpo entero a quien salió de su tierra cálida y se la llevó consigo, bajo el brazo, con las expectativas propias de un emprendedor y hoy, ya algunas décadas después, ha visto coronado su esfuerzo, porque en su trajín no desmaya.
En La Molina también sigue construyendo sus sueños y sigue creciendo como hombre, como empresario. Y es que se ha rodeado de gente que lo apoya y que goza de su confianza. Su esposa, su familia, lo animan y motivan a diario.
Sus más cercanos colaboradores hacen lo propio. Janet, Carlos y los jóvenes que lo asisten en sus locales; sumamos a ello, que entre enero y marzo, también tiene otro espacio en las playas del sur, donde acuden sus comensales, esos que ya conocen el sabor de Tumbes Mar.
Hace 15 años que pasé por Tumbes, la región, el pueblo y no mas volví a encontrarme con sus suelos cálidos; no tuve la oportunidad de balancearme en las hamacas, que en las puertas de las casas fungen de panaceas frente a los candentes vientos del norte. No conozco aún sus playas, ni he mirado frontalmente la cara del sol que nace a tempranas horas. Es cierto que salí por esa puerta en mi recordado viaje a Bogotá en 1995 y que por razones, de esas que los pacifistas no entendemos, tuve que regresar en avión a Lima, donde mi preocupada familia me esperaba.
También es cierto que anhelo visitar sus playas de ensueño, sus copiosos manglares, sus paseos y plazuelas. Deseo ver sus iglesias coloniales y extasiarme con su historia española. Me inquieta conocer a sus personajes, al conchero, al cangrejero y al pescador. Quiero volver a la entrada del Perú, salir por unos minutos y verlo desde fuera, añorar a su gente, volver a enamorarme de sus costumbres y volver a tener esa ansiedad de un picante ceviche, de un jugoso lomo saltado y de un inigualable Majarisco.
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