LA MUERTE DE NAPOLEON
Por: Ruben Monasterios - El sábado 5 de mayo se cumplieron 191 años del luctuoso acontecimiento que hasta el día de hoy es un enigma.
De acuerdo a un supuesto, el Gran Corso murió envenenado con cianuro disimulado en chocolate; la hipótesis cobró forma en cuanto se dio a conocer la noticia que estremeció al mundo de su época; no ha sido confirmada; sin embargo, a la luz de la Historia varios indicios se suman para fortalecerla. Algunos historiadores la descartan; otros la aceptan bajo duda, sin darle gran importancia; razonan que envenenado o no, nada podía evitar la muerte de Napoleón, afectado por un cáncer, el suyo gástrico, en estado avanzado; de modo que de haber sido en verdad administrado el tóxico, sólo habría adelantado el fin; no obstante, en ocasiones “adelantar el fin” es una urgencia política.
Los indicios aludidos son bastante significativos. En abril de 1816 llega a Santa Elena sir Hudson Lowe en calidad de Gobernador de la isla; este hombre odiaba al importante prisionero y “nada hizo por hacer más fácil la vida de Napoleón”, apunta un cronista. Sus médicos de cabecera son despedidos y suplantados por un medicastro que nadie sabe cómo ni a cuenta de qué fue seleccionado para la importante posición, el corso Francoise Carlo Antommarchi.
Una de las primeras disposiciones terapéuticas del último fue la ordenar administración de lavativas de tabaco a su paciente, con el pretendido propósito de revitalizarlo. Antommarchi, de quien se sospecha no era médico, sino una especie de brujo, charlatán y yerbatero, convenció a Napoleón de que el tabaco era una panacea universal, y el enfermo, en su angustia de desahuciado, accedió al tratamiento; el argumento de mayor peso fue que por ese procedimiento recuperaría su vigor sexual; en efecto, si algo ansiaba Napoleón era tener al menos una modesta erección, por cuanto vivía excitado como efecto de los halagos de la media docena de hermosas mujeres presentes entre el puñado de leales seguidores que habían jurado acompañarlo en su exilio “hasta la muerte”.
Asombrosamente, la medicina funcionó, aunque las turgencias le resultaban intensamente dolorosas, al extremo de “hacerlo berrear como un becerro degollado”, escribe en sus Memorias Las Cases −ayudante y confidente suyo, testigo de excepción del exilio napoleónico−, debido a que Napoleón sufría desde temprana edad de le chaude piss, o irritación crónica de la uretra, que hacía un martirio cualquier manipulación del pene; de hecho, Napoleón era impotente poco más o menos a partir de los cuarenta años y hacia el final de sus días su miembro viril se había encogido en una pulgada y los testículos terminaron siendo minúsculos; su aspecto era patético: la enfermedad lo había hinchado, hasta hacerlo lucir mofletudo cual cerdo destinado al matadero; le habían salido senos “que envidiaría una mujer”, comenta con maligno regodeo Antommarchi en una biografía de su paciente.
El poco menos que milagroso resultado fortaleció la confianza de Napoleón en su médico, de aquí que aceptara complacido otra de sus medidas facultativas, consistente en permitirle tomar chocolate a su antojo, rigurosamente prohibido por los otros galenos. A Napoleón le encantaba el brebaje espeso, muy dulce, con un toque de pimienta y un piquete de ron; así había aprendido a disfrutarlo, al estilo crèole, de su primera esposa Josefina, nativa de Martinica. Semejante combinación de especias no era saludable para ningún enfermo; el secretario de Napoleón, Bourienne, según dice en unos apuntes, se lo hizo ver a Antommarchi, y este respondió “Si al fin y al cabo el hombre se va a morir, ¿qué carajo importa que beba cuanto chocolate le venga en gana, tal como a él le gusta?” Y no se pierda de vista que el chocolate así preparado convenía a un propósito de envenenamiento, al velar el sabor de cualquier tóxico.
¿Cómo se entretejen estos indicios? La Hipótesis del Envenenamiento supone que los ingleses, no obstante el deterioro de su salud y su reclusión en la isla, todavía temían a Napoleón; si había logrado escapar de Elba y poner otra vez en jaque a toda Europa con la célebre gesta de los “100 días”, ¿acaso no era posible que lo hiciera de nuevo desde Santa Elena? En consecuencia, a partir del principio político antes citado lo más prudente parecía ser eliminar la amenaza de una vez y para siempre. La hipótesis asume que sir Lowe fue enviado a Santa Elena con la misión secreta de cumplir ese objetivo; el despido de doctores responsables, que con toda seguridad no se prestarían a implicarse en un crimen, y la consecuente contratación de un médico desconocido proveniente de la remota provincia de Córcega son indicios; otro, la selección de un paisano de Napoleón, probablemente con el solapado propósito de engañar al emperador, induciéndole a cobrar confianza en el sujeto, como en efecto se logró inicialmente.
Algunos datos sugieren que Antommarchi fue un traidor vendido a los ingleses para llevar a cabo la eliminación del incómodo prisionero; vale decir, fue lo que la pseudoizquierda moderna llamaría un “agente del imperialismo”; porque en la gran potencia hegemónica de la época se había convertido la Corona Británica a partir de la caída de Bonaparte.
Al final, Napoleón entró en sospechas; en su lecho de muerte dictó su testamento en abril de 1821, y en un lenguaje insólitamente similar al de la aludida pseudoizquierda de hoy, deja constancia de la siguiente acusación: “Yo muero antes de mi momento, asesinado por la oligarquía inglesa y sus sicarios”…
Tal vez sólo sea una curiosa coincidencia histórica, pero el hecho es que Antommarchi, durante toda su vida un médico pobretón y trashumante, pasó sus últimos años en la opulencia, propietario de plantaciones de café… en Santiago de Cuba.
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