¿INSPIRACIÓN O PLAGIO?
Instituto de los Andes - Panel: Restaurantes
DEMANDADO UN COCINERO NEOYORQUINO
POR: ZOE WILLIAMS - THE GUARDIAN/EL MUNDO
Ed McFarland. |
Entonces, Charles presentó una demanda judicial contra McFarland, a quien acusa de copiar "todos y cada uno de los elementos" de su anterior lugar de trabajo. Lo más irritante parece ser una Ensalada César de Ed. que cuesta $7 y de la que Charles asegura que se elabora según una receta que le dio su madre. McFarland dice que, aunque su restaurante tenga cierto parecido, no es una copia. "Creo que esta querella no tiene sentido", dice. "No le guardo ningún rencor [a Rebecca Charles] y le deseo que llegue felizmente a puerto". Pero Charles no quiere llegar a ningún puerto. Quiere daños y perjuicios.
No es que se trate de un caso totalmente absurdo, como aquél del juez que reclamó 65 millones de dólares a su tintorería por perderle unos pantalones, pero es un tanto estúpido. Desde luego, si el "concepto" es así de bueno, en Nueva York hay gente suficiente para llenar los dos restaurantes. (Claro que no hay que olvidar que ésta es la ciudad que presenció las "guerras de las magdalenas" cuando ex empleados de la Panadería Magnolia abrieron sus propios establecimientos).
Sin embargo, sigue dando la impresión de que la polémica es estúpida, sobre todo porque la cocina de ambos restaurantes es en sí bastante sencilla. Por muy delicioso que suene todo, no es que la Humanidad acabe precisamente de descubrir la ensalada César o cómo meter en un rollito un poco de langosta. Charles sostiene que la receta de la César es de su madre. Pero, por lo visto, ella la cogió de un chef de Los Angeles, y en esto consiste más o menos el fondo del asunto. ¿De verdad la mayoría de las recetas tienen que venir de algún sitio?
La demanda contra el Lobster supone la primera vez que el propietario de un restaurante va a los tribunales por copiar un menú. Pero el tema de la propiedad de las recetas ya había asomado antes la cabeza. Las polémicas sobre copiones se repiten cada vez que una persona de reputación publica un libro de cocina.
Nigella Lawson, hija del ex ministro y estrella culinaria de la TV británica, pareció tenerlo peor que nadie (si se me pregunta mi opinión, diría que debido a ese persistente prejuicio cultural que sostiene que las mujeres deberían cerrar la boca a menos que vayan a decir algo tan sensato como para resultar indiscutible) cuando fue acusada de comprar platos a otros chefs o tomar prestada una parte sustancial de sus recetas. Gordon Ramsay también ha recibido algún palo, al murmurarse que el menú de su nuevo gastropub se basa en gran medida en el libro de recetas de otro chef.
Pero con todo esto hemos perdido la perspectiva del cuadro general: cuando hablamos de una tarta de chocolate o de un pescado con salsa verde, ¿importa realmente en qué momento se puso por escrito la receta? ¿A quién le importa si uno ha sido o no el primero en hacerla? Seamos honestos: ¿no fue probablemente el primero Simon Hopkinson, el autor de 'Pollo asado y otras historias'? ¿No suele ser él el primero en todo? Me encanta Hopkinson, pero incluso esa opinión está plagiada de miles de personas, entre ellas todos los lectores de la revista 'Waitrose'. ¿Cuál es la solución a esta guerra de las recetas? Tendríamos que pensar que los ingredientes son como notas musicales, y las combinaciones entre ellos acordes.
A veces las cosas se copian por sistema y se embellecen (piensen por ejemplo en un sampling). Y otras veces son muy, pero que muy parecidas (piensen en Bob Mould y los Pixies). Luego, a veces hay robos gratuitos y la persona afectada puede cursar una denuncia. Pero, por continuar con el motivo musical, imaginemos que alguien robara algo de Beethoven. No habría querella. Así debería ser con la comida: la mayor parte de las recetas son tan antiguas como la música de Beethoven, o incluso más; y uno puede hacerlas funcionar en su forma original o mejorarlas para el paladar moderno. Eso es una delicia y nos lleva al verdadero sentido de la originalidad, donde se encuentra sin duda la novedad de un plato.
Las gachas de caracol no nos llegaron de la Noruega del siglo XIX a través de una Francia obsesionada con los moluscos. Son una receta de Heston Blumenthal y cualquiera que intentara arrebatársela quedaría como un idiota. En un mundo ideal, esto les bastaría a los chefs: la victoria moral de saberse el creador de una idea. (Además, por supuesto, de que con las gachas de caracol tienes la seguridad añadida de que nadie intentará robártela porque el plato se antoja repugnante). Pero este mundo de las recetas auténticamente originales es en el que se entablan las batallas más reñidas.
Tomemos por ejemplo al chef de Chicago Homaro Cantu, que sirve trocitos de papel comestible impreso con fotos de sushi, en tinta con sabor a pescado o algas. Ha solicitado la patente para proteger sus inventos de gourmet, y si uno se pidiera una imagen de algodón dulce, encontraría escrito al dorso: "Propiedad personal y copyright de H. Cantu. En espera de la concesión de patente. No se autoriza el uso ni la divulgación sin la aprobación previa de H. Cantu".
¿Qué significa eso para el consumidor? ¿Cómo puede no autorizarse el uso ni la divulgación cuando se trata de un plato que te vas a comer? ¿Realmente puede haber algo que sea propiedad intelectual de un chef (que es lo que significa 'copyright') una vez uno ha pagado por ella, la ha recibido y, lo más importante, la ha digerido con sus propias entrañas? ¿De quién puede decirse con certeza que es el propietario de una cosa que ya se ha alojado en tu estómago?
Pero el anuncio de Cantu puede ser menos absurdo de lo que parece, desde el momento en que los chefs se roban unos a otros de la manera más obvia y escandalosa. En realidad, el hecho no es muy distinto a ir a la oficina, acercarte lentamente a la chaqueta de pana de tu compañero, ponértela al día siguiente y decir: "¿Os gusta mi chaqueta nueva? Mirad qué bien me va con los pantalones. ¿De segunda mano, decís? ¡No, absolutamente nueva!".
Cuando el chef británico Robin Wickens, que ahora trabaja en Australia, robó una receta que instaba a prender fuego a la canela y hacer que el humo pasara por un complicado tubo de cristal, y se lo adquirió al proveedor de tubos que abastecía al creador del plato, Grant Achantz, aquello fue más que un plagio: fue una bofetada en la cara. Una cosa es tomar prestada una receta de un pastel de pollo y otra muy distinta querer robar el plato señero de un chef que se elabora con complicados accesorios.
Sin embargo, al final, este tipo de platos de fantasía va en contra del verdadero espíritu de la cocina, que es como la historia oral: no vale la pena como empeño solitario.
Las recetas, y las técnicas, y las ideas, están hechas para ser compartidas, y la cocina como tal también. Cuando se vuelve conscientemente teatral, la gastronomía pierde su razón de ser. ¿Y de quién se puede creer que prefiera un trozo de papel comestible con sabor a algodón dulce a una barra Snickers?
http://groups.msn.com/lagerencia
0 comentarios