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CENTRO DE INVESTIGACIÓN DE LOS ANDES

EL MISTERIO DE LA FE - EL ELIXIR DE LA JUVENTUD

Solo haciendo un sencillo esfuerzo de memoria, nos sorprenderá descubrir que el misterio, lejos de meternos en el mundo del oscurantismo, nos introduce en el campo de la luz y supone un verdadero desafío para la inteligencia. Sin la aceptación de este reto, la humanidad se habría estancado en los albores de su existencia y los hombres seguiríamos viviendo en chozas y cavernas.
Si pensamos un poco, ¡y sin prejuicios!, en nuestra propia realidad personal y en su entorno descubriremos fácilmente vivimos envueltos en el misterio, entendido éste en su sentido más amplio: realidad oculta cuya naturaleza íntima desconocemos. Y esto es válido para cualquier campo sobre el que reflexionemos: científico, filosófico o religioso. Si ya hubiéramos alcanzado el pleno conocimiento de todo y que solo es realidad aquello que el hombre ha alcanzado conocer, ¿cuál sería, entonces, el cometido del que dedica su vida a la investigación en un laboratorio, o del pensador que sigue ahondando en el sentido de la realidad que le rodea o del teólogo que no cesa de bucear en la inmensa profundidad de Dios? ¡Qué pérdida de tiempo tan descomunal! ¡Cuánto esfuerzo malgastado solo en satisfacer una curiosidad inútil!
Quienes adoptan la postura de considerar el misterio como un serio obstáculo para el ejercicio de la racionalidad identifican conceptos que, de por sí, no tienen por qué confundirse: lo desconocido por la razón, dicen, es irracional y, por lo tanto, irreal. Solo lo que mi razón conoce y entiende es real y verdadero. Lo cual, de ser así, nos llevaría a consecuencias verdaderamente calamitosas para la humanidad.
Centrándonos en el tema de Dios, tanto en el conocimiento de la existencia de su única naturaleza como en el de su realidad personal trinitaria, nos encontramos ante lo que, en pura lógica, el ser divino, precisamente por serlo, no puede no transcender la capacidad de la inteligencia humana. De lo contrario, como sucedía con los dioses griegos o romanos, ese ser, al que llamamos dios, no sería sino un producto humano, carente de los necesarios requisitos que le puedan caracterizar como verdadero Dios.
El hombre de nuestra cultura prefiere construir ídolos a reconocer la existencia de un Dios verdadero. Y esto, más por razones sicológicas que intelectuales: el ídolo es una realidad manipulable; el verdadero Dios obliga al hombre a abrir su corazón a la Alteridad, le introduce en una relación que, superado el estrecho espacio del egoísmo, le sitúa, sin merma de su libertad personal, en el campo de la gratuidad.
Hoy, Solemnidad de la Santísima Trinidad, es una estupenda oportunidad para abrirnos al misterio de Dios que, lejos de encerrarnos en el angustioso círculo de nuestro orgullo oscurantista, nos lleva de la mano a un mundo de luz y de amor.

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