01 OPINION DE CESAR HILDEBRANDT
SOBRE LA GASTRONOMIA PERUANA...
De tanto Gastón Acurio y tanta orgía de sabor y tantos Perú-mucho gusto diré, sencillamente, que a mí la comida peruana no me gusta, que no me rindo ante ella y que tengo algunas razones que en La Divina Comida no tendrán nunca en cuenta.
La comida peruana es como ver a Maribel Verdú vestida por los talibanes. O sea que en la comida patriótica lo principal está oculto y a veces bien oculto.
Carnes ahogadas en un mar de cebollas, pescados masacrados por la piconería de un rocoto, aliños haciendo de protagonistas: esa es una síntesis de muchos de nuestros manjares.
Todo lo que pique y nos convierta en dragones apagándonos con cerveza, es celestial según la receta que nos viene de nuestros ancestros. Lo que pique, lo que hiera, lo que estrague y hasta lo que violente.
Fuego en la boca, intestinos en llamas, tacutacus con helio. En la comida peruana, por lo general, los extras se han apoderado del escenario y el protagonista yace debajo de una capa de sabores asesinos.
Si es un arroz con pato, el pato es el derrocado y el dictador es el culantro. Si se trata de un pedazo de bife troceado y con vocación de guiso, viene la cebolla por arrobas y se apodera de la escena. Hasta el palillo tiene aspiraciones de señorío. Ni qué decir del orégano, que es toda una autoridad para imponerse.
La cocina peruana es muchas veces un caos de sensaciones. No tiene el manejo mañoso de la francesa, que también apuesta a las salsas exageradas pero que siempre le permite al actor principal prevalecer. No tiene la claridad de la exquisita cocina italiana, maestra de la sencillez hedonista. No tiene el minimalismo marítimo de la japonesa.
La comida peruana viene de las demasías españolas y de la temeridad criolla. Sólo un amor enorme por el peligro explica que aquí un cebiche sea un mero traicionado por ajíes que parecen Drogas. Y que se celebre todo aquello que distorsiona los sabores primarios de las cosas, desde los cubitos hasta el saborizante a granel.
No niego el ingenio de nuestra cocina y su acierto inamovible en relación a la causa criolla, que, como casi todos los platos surgidos de la pobreza ocurrente, es parte de lo mejor del menú nacional.
Lo que digo es que en vez de Acurio mordiendo un pan con cebolla con un poco de jamón del país, la cocina peruana debería de buscar una modernización de sus íconos y una revolución de sus contenidos.
Esa revolución debiera de consistir en proponernos permitirles a las vísceras, las carnes, los pescados, las pechugas de variados vuelos, saber a lo que saben y ser lo que son.
Lo que no nos dicen es que muchos extranjeros vienen a comer a Lima por la calidad de sus cocineros a la hora de hacer comida internacional. Un Rafael Osterling, por ejemplo, sería un capitán de cocina en cualquier ciudad cosmopolita.
Y lo que no nos dirán es que hay otros que prueban la comida peruana como si del canotaje en un Urubamba crecido se tratara. Para ellos la comida peruana es un safari por las fieras campiñas del ají, turismo de aventura y lágrimas picosas.
Frente a las delicias del criollismo hervido, este columnista aguafiestas seguirá prefiriendo la precisión bíblica y la generosidad terrena de un buen plato de lentejas.
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