Instituto de los Andes
LA HISTORIA DE INÉS de SUÁREZ (1507-1580)
CONQUISTADORA DE SUEÑOS Y SABORES
Por: Jaime Ariansen Céspedes
La importancia actual y el protagonismo de la gastronomía latinoamericana ha sido posible gracias a la obra fundamental de cientos de personajes, cada uno aportando su talento y experiencia, utilizando nuevos insumos, fusionando gustos y costumbres, sabores, aromas y texturas hasta convertirlas en algo muy especial a través del tiempo, y el proceso de la evolución continúa sin pausa rumbo al futuro globalizado y gourmet.
Debemos recordar con respeto a los pioneros, homenajearlos, difundir su historia, lo que nos permitirá seguir con paso seguro el camino de la vida, desde la compleja epopeya de comer para sobrevivir, siguiendo por el placentero arte de la buena mesa, hasta llegar a nuestros días y encontrarnos con las sorprendentes ciencias de la nutrición molecular.
La entrañable protagonista de esta crónica, Inés de Suárez, nació en la amurallada ciudad de Plasencia, en el norte de Extremadura de España, en 1507, en el seno de una familia modesta y muy católica. Su madre le enseñó desde muy pequeña el arte del bordado y la costura con el que se ganaban el sustento familiar, debido a la ausencia de la figura paterna.
Inés, con el propósito de agenciarse recursos para sus gastos y gustos de joven quinceañera, encontró un camino alternativo en la cocina y la repostería, principalmente friendo y horneando empanadas con variados rellenos, que vendía con facilidad debido a la gran aceptación de propios y extraños. Esta habilidad con los fogones le proporcionaría buenos dividendos el resto de su vida, tanto por necesidad o simplemente por placer.
En 1526, a la edad de 19 años, contrajo matrimonio con el apuesto jugador y vividor Juan de Málaga, que sólo aportó como pareja las artes donjuanescas que dominaba con singular habilidad. Ejercitaba a menudo su fogosa afición en varios sitios, con muchas otras damiselas malas que estaban muy buenas, porque el chulo de Juan de Málaga tenía gusto exquisito con las mujeres y fue generoso con el dinero que ganaba dificultosamente su joven esposa Inés. Lo cierto es que él puso el sello en su matrimonio a eso de regresar a menudo oliendo a leña de otro hogar.
Pero, eso que el amor es ciego nadie lo duda y en este caso también era sordo, porque Inés no escuchaba a su madre, ni a su hermana Asunción y al resto de sus amigos del barrio que le daban consejos de apalear a ese fresco de marido que le adornaba la frente mañana, tarde y noche. Sin embargo, Inés aguantaba las críticas a pie firme, estoicamente, repitiendo como una letanía "ya cambiará, sólo es un joven inseguro y travieso como un niño".
Realmente don Juan de Málaga cambió: de amador profesional a aventurero soñador de quimeras. Y un buen día, sin decir nada a nadie, ni siquiera dejar una esquela de despedida, se embarca con destino desconocido para "hacer la América". Como un viaje de esa naturaleza era muy costoso, vació completamente los ahorros que Inés guardaba confiadamente en un viejo baúl de la alacena y desapareció sigilosamente.
Doña Inés, como en el clásico poema, esperó un mes... y otro mes. Un año pasado había, mas de América no llegaban noticias de su amado galán, hasta que un día de primavera recibió una sorpresiva y arrugada carta desde Venezuela, escueta, dejando en claro con pocas palabras mal escritas que el conquistador Juan de Málaga tenía muchas esperanzas de encontrar riquezas, pero hasta esa fecha sólo se había topado con sufrimientos. Y de dinero, ni un solo maravedí. Pero tenía las ilusiones intactas, pronto se haría rico y regresaría a España para disfrutar una noble y holgada vida, como le correspondía a todo buen indiano.
Inés de Suárez tomó una apasionada decisión: iría en busca de su marido. Para lograr tal deseo tenía que cumplir varios requisitos: primero amasar, literalmente, una pequeña fortuna para pagar un viaje más o menos confortable y seguro, luego debería demostrar a las autoridades de inmigración, además de su solvencia económica, la familiar y religiosa, para que los severos jueces de la junta calificadora la seleccionaran para realizar tal aventura. La ayudó el hecho que la corona veía con buenos ojos reunir a las parejas para afianzar el desarrollo familiar en las colonias y también su condición de mujer joven y fuerte, con dos buenos oficios: costurera y cocinera.
Inés de Suárez redobla esfuerzos para hacer realidad sus sueños y con la ayuda de su sobrina Constanza, hija de Asunción, cocinó muchos pasteles y empanadas diariamente en el horno comunal, desde el alba hasta bien entrada la mañana. Había desarrollado una especial mezcla de harinas, grasas y rellenos que hacían que sus empanadas sean las preferidos por su textura y sabor. Todo lo que podía producir y hornear lo vendía en el mercado de Plasencia y las ganancias iban al cofre de las ilusiones americanas.
En 1537, a la edad de 29 años, consigue la licencia real para embarcarse a las Indias en busca de su querido esposo. Estaría acompañada de Constanza que en esa época era una novicia de sólo 15 años. Se prepararon en forma conveniente pues habían juntado abundantes provisiones para el largo viaje. En esta primera parte de la aventura les fue bastante bien, si tenemos en cuenta que en esos tiempos la travesía de la Mar Océano, para dos jóvenes mujeres, era realmente una Via Cruxis. Superaron las incomodidades y privaciones de los viajes de la época haciéndose cargo del rancho y la administración de las provisiones de la nave, por encargo del experimentado capitán Javier Martín Flores, que apreció de inmediato las habilidades culinarias y administrativas de doña Inés.
En América, el punto de partida de su búsqueda fue Maracaibo, lugar de donde recibiera el último mensaje de Juan de Málaga. Luego el rastro la llevó a Panamá, esta vez sola, ya que Constanza abandona la empresa... por amor. En el viaje se enamoró de un pintor y poeta que le doblaba en edad y que la convenció por seducción que el cielo estaba en la tierra, que en el trópico una blusa escotada era más cómoda que un grueso hábito de mezclilla y la endulzó diciendo que no había nada comparable a su hermosa cabellera cobriza suelta al viento, mientras le quitaba la toga a la novicia rebelde y por último, como fin de fiesta, le enseñó que los milagros en la tierra se lograban con trabajo y mucha pasión, en su caso... diaria pasión.
Durante varios meses Inés de Suárez buscó en Panamá, en forma infructuosa, noticias de su esposo. Hasta que un viajero proveniente de Lima le dijo que estaba bien y que habían sido compañeros de armas. La información llega justo a tiempo, en el límite, al borde de extinguir sus ahorros, sus ilusiones y sus fuerzas para luchar contra mil dificultades y enfrentar al fastidioso y constante asedio sexual de decenas de hambrientos de amor, que la imaginaban una presa fácil en su condición de mujer sola, joven y atractiva. Inés, nuevamente esperanzada y con el coraje de siempre, juntó los pocos recursos que le quedaban y enrumbó hacia la Ciudad de los Reyes.
Lima la recibió con llovizna, cielo gris y una terrible noticia: el soldado Juan de Málaga había fallecido luchando valientemente por las causas del marqués gobernador Francisco Pizarro en la Batalla de Las Salinas, el 6 de Abril de 1538.
Después de agotar las lágrimas, extinguir los lamentos por su mala suerte y con la correspondiente dosis de terca voluntad, decidió que debería ir al Cusco a reclamar lo que le correspondía como viuda de un soldado de los Pizarro.
Después de superar increíbles peripecias y haber recorrido otras mil leguas, un buen día Inés de Suárez estaba en el Cusco frente el poderoso Francisco Pizarro. El marqués gobernador la trató muy bien, como le correspondía a una distinguida dama española. Le entregó una talega de oro en recompensa por la "fidelidad y valentía del soldado Juan Málaga" y le recomendó regresar a España. Cuál sería su sorpresa al escuchar de labios de esa joven mujer la firme voluntad de quedarse en el Cusco para ejercer sus oficios de costurera y cocinera "que mucha falta hacían en esa gran ciudad".
Semanas después, en la misma casa que le asignó generosamente Pizarro y con la ayuda de dos sirvientas, organizó sus servicios de costurera y por supuesto comenzó a hornear diariamente sus famosas empanadas, esta vez con la ayuda invalorable de una cocinera nativa a quien bautizó con el cristiano nombre de Carmen y que sería su fiel servidora y escudera durante todo el resto de su vida. Carmen le enseñó los secretos del maíz y era la persona que le producía la harina necesaria para las empanadas, también la instruyó en una nueva variedad de masas y rellenos, especialmente el manejo de la papa, camote, quinua, kiwicha y de infinidad de hierbas aromáticas en las que destacaban el ají, chincho, huacatay y la muña.
En esos días brillaba en el Cusco con especial resplandor el joven héroe de la batalla de Las Salinas, el maestre de campo don Pedro de Valdivia. Tan singular personaje de la conquista tenía a sus 34 años una impresionante hoja de servicios militares, había demostrado su valentía y destreza en Pavía, en el asalto a Roma y en otras famosas batallas de los tercios españoles. En el Perú mostró su valor hasta el cansancio, por eso Francisco Pizarro no duda en poner a este noble caballero el mando de sus tropas en la guerra civil que mantenía contra Diego de Almagro. La gente del Cusco lo admira no sólo por su don de mando sino por su cultura y caballerosidad.
Como ustedes estarán pensando, dos personajes con luz propia como Inés de Suárez y Pedro de Valdivia... jóvenes, con regias estampas y arrolladora personalidad, en el pequeño círculo del Cusco, se notaron de inmediato, se conocieron, se trataron y amaron inmediatamente, con tanta pasión que hicieron temblar hasta las colosales piedras de la fortaleza de Sacsayhuaman.
En noviembre de 1539 y después de haber conseguido un permiso especial para realizar su mayor anhelo, Pedro de Valdivia y una comitiva compuesta por sólo once españoles y unos mil nativos partían desde el Cusco para conquistar Chile. En el documento oficial firmado por Francisco Pizarro se especifica que Inés de Suárez, única mujer española de la expedición, viaja como asistente doméstica con responsabilidades especiales en la cocina y vestido del conquistador, de esta manera conseguían que la muy rigurosa Iglesia no ponga trabas a la evidente ilícita relación amorosa entre un comandante casado en España y una "viudita aventurera".
Crónicas de la época dejan testimonio de la invalorable contribución de la bella Inés como encargada de la alimentación de la expedición, de su habilidad para organizar la atención de los enfermos y administrar la escasa dotación de agua a través del desierto de Atacama. El cronista Ojeda la tilda de "mujer extraordinaria, leal, discreta, sensata y bondadosa".
En la epopeya del viaje emplearon cerca un año, hasta llegar al elegido valle del río Mapocho, el 13 de diciembre de 1540. Los 153 conquistadores, ya que se habían ido sumando soldados a la expedición durante el trayecto, se instalaron en una especie de isla formada por los dos brazos del río a los pies del cerro Huelén y por ser el día de Santa Lucía, lo bautizaron con este nombre.
La principal dificultad que tuvieron que enfrentar fue la belicosa "bienvenida" que les había preparado el cacique Michimalonko, y de la que se salvaron sólo por un milagro, por supuesto del apóstol Santiago, ya que no hay otra teoría histórica del por qué después de la victoria, las tropas nativas se retiraron del lugar sin mayor explicación, perdonándoles la vida a los jefes españoles. Los cristianos celebraron la "ayuda" santa y en agradecimiento dieron el nombre de Santiago a la nueva capital de sus conquistas, un 12 de febrero de 1541.
Meses después y ya en plena organización de la nueva ciudad, el 9 de septiembre de 1541, Valdivia y un regimiento de cuarenta hombres salieron de Santiago para enfrentar un motín. Es una celada, tratan de alejarlo de su campamento para atacarlo. La propia Inés de Suárez vestida con cota de malla, yelmo y espada en mano lucharía en la primera fila de la resistencia.
Este fue sólo el inicio de una larga década de hechos heroicos para consolidar el sueño de crear su propio reino. En esos años se presentaron días muy tristes, noches muy largas, fríos muy intensos, dolores, envidias y también logros, alegrías y recompensas por el esfuerzo, devoción y tesón de esta singular pareja.
En 1547, Pedro de Valdivia viaja a Lima convocado por el comisionado real Pedro de la Gasca. Hay que luchar contra la insurrección de Gonzalo Pizarro, que se ha alzado en armas contra la corona.
Pedro de Valdivia participa con honores en la batalla de Xaquixahuana, librada el 9 de abril de 1548, donde las tropas del rey derrotan definitivamente a los españoles rebeldes. Luego es confirmado por el canónico Pedro de la Gasca como gobernador de los territorios de Chile y obtiene la ayuda que necesita, recursos y hombres para consolidar el título que le había concedido el cabildo de Santiago y que ahora tenía en propiedad y de acuerdo a las leyes de España.
Pero es muy alto el precio que tiene que pagar a la poderosa Inquisición: le dicen que es hora de poner en orden su vida sentimental y terminar esa larga y pecaminosa relación con Inés de Suárez. Recibe sin pestañear siquiera la orden de casarla con un hidalgo español y él deberá traer inmediatamente de España a su esposa Marina Ortiz de Gaete.
Durante todo el viaje de regreso a Santiago ensaya mil veces la forma de darle la triste noticia a Inés. Se sorprende ante su fría y silenciosa reacción, ni una palabra de reproche, nada de gritos ni llantos, como respuesta lo mira largamente. No hay rencor ni tristeza en sus ojos, sino una inmensa y profunda resignación. Lo que saben ambos es que nunca jamás volverá a brillar el fuego de su pasión y ya no escucharán entrelazadas sus risas cristalinas que les reconfortaba el alma.
A las pocas semanas, Pedro de Valdivia cumple las reales órdenes entregando personalmente en matrimonio a Inés de Suárez a su joven amigo y escudero, el capitán Rodrigo de Quiroga.
A partir de esa fecha cambia radicalmente la vida de Pedro de Valdivia. Emprende una serie de viajes de conquista con urgencia, con rabia, por necesidad de estar ausente. Biobío, Concepción, La Imperial, Villarrica, Quilcoya, Los Confines, Tucapel. Casi no está en Santiago, siempre guerreando contra los Mapuches.
En Diciembre de 1553 encuentra lo que parece haber estado buscando: la muerte. Se enfrenta a su gran rival, el noble y valiente cacique Lautaro en la batalla de Tucapel. El español es derrotado y muerto. Termina así la historia del conquistador de Chile.
Inés de Suárez cierra con decisión el capítulo más importante de su vida. Ha estado llorando la pérdida de su amor eterno durante cuatro años, sabe que nunca podrá olvidar a Pedro de Valdivia. Pero la vida continúa, ahora tiene que ser una buena esposa y madre adoptiva de Isabel, la hija de Rodrigo de Quiroga. Su esposo la comprende, la ama y acepta.
Durante las próximas tres décadas tendrán un matrimonio virtuoso, lleno de respeto y amistad. Contribuyen piadosamente a la construcción del templo de La Merced y la ermita de Monserrat y en su actividad diaria cocina con amor para los suyos, actualiza sus recetas y saborea sus recuerdos.
Revisan con su hija frecuentemente sus cartas y documentos, es una forma de vivir eternamente. "Por cuanto Vos, doña Inés Suárez, vecina de Santiago, vinisteis conmigo a estas provincias a servir en ellas a Su Majestad, pasando muchos trabajos y fatigas... que para los hombres eran muy ásperos de pasar, cuanto más para una mujer tan delicada como Vos... Pedro de Valdivia".
Inés de Suárez fallece en paz a la venerable edad de 73 años en 1580. Su hija Isabel lee en el silencio de la última noche un documento que la llena de ternura: "Ese especial aroma y sabor de ajo y comino, canela y clavo, de masa horneada, de hogar y amistad... se metió bajo mi piel de tal manera que me ha calado hasta el fondo de los huesos... quiero morir disfrutando el olor de empanada en el ambiente". jaimeariansen@hotmail.com