MICHEL GUERARD
Ñampazampa. Guérard atesora talento en una cocina que pinta de rusticidad, única en el mundo
Por: DAVID DE JORGE E.
Para ser Michel Guérard tan sólo se necesita vivir enamorado de Christine, haberlo cocinado todo y tener 77 años. El padre del chef fue carnicero y su madre fina pastelera, lo que le animó a dedicarse profesionalmente al mundo del confite, aprendiendo pastelería palaciega en el Crillon de París en 1956 y siendo alumno aventajado de Jean Delaveyne, maestro de los popes de la gastronomía contemporánea francesa del siglo XX.
Guérard abrió su primer restoran en Asnières en 1965, el 'Pot-au-feu', un bistrot al que Paul Bocuse, los hermanos Troisgros, Roger Vergé, Raymond Oliver o Alain Chapel acudían para ponerse tibios con una cocina golosa y delicada; en 1970 guisaba los callos al estilo de papá Guérard, montaba un milhojas de cangrejos de río de infarto, tenía en la brigada a Jacques Chibois, a Didier Oudill o a su inseparable Jacky Lanusse y su plato estelar era una ensalada gourmand aliñada con judías verdes, trufa negra y foie gras empapado de vinagreta, una irreverencia que sacaba de quicio a los gourmets más recalcitrantes, acostumbrados a comer el hígado casi de postre, con abundante y dulzón Chateau d'Yquem.
El renacimiento de la cocina moderna tuvo lugar en 1972 gracias a la historia de amor de la que hablé al comienzo, un encuentro fortuito del intrépido chef con Christine, entonces directora de una estación termal en Las Landas. Se casaron, comieron perdices e iniciaron juntos una aventura vital que desencadenó la renovación del «saber vivir a la francesa» creando un estilo propio a partir de unas cocinas nacidas durante el Primer Imperio, con un jardín 'potager' que sigue destilando, aún hoy, el perfume de la hierba reina del lugar, la más grande y distinguida verbena limonera. Todas las temporadas son nuevas y en invierno este lugar se adormece para renacer lozano y fresco con la primera luz de la primavera, que en estos últimos tiempos, ha incorporado a las instalaciones maravillosas suites imperiales y un salón de ensueño, repleto de recovecos en los que puede uno leer, enfrascarse en animada conversación o entregarse en los brazos de una reparadora siesta.
Les Prés d'Eugénie sigue siendo mi comedor preferido en este mundo, un espacio alucinante, espontáneo, fresco y feliz. El menú arrancará (aunque todo es susceptible de cambios), con una obertura de pequeños tentempiés delicados, tejas de comino translúcidas como la seda, tartaletas cubiertas de finas hierbas, sorbos frescos de alguna sopa veraniega, convertido por la brigada de cocina en bocado digno de rey turco; estos primeros destellos anteceden a una lista de compra de un mercado universal: huevo con caviar y moscovita de hierbas aromáticas, 'come back' esperado que lleva uno comiendo años y cada vez es diferente; el foie gras estofado en cocotte sobre las brasas, servido frío y acompañado de pan tostado y brioche de mosto de uva es imponente; la 'Ile Flottante' como un jardín, trufas ralladas en puré caliente, servida sobre una sopa verde de guisantes helada está para rellenar una garrafa y beberla a todas horas, en todos lados, en cualquier postura; el ravioli tierno de muserones y morillas con puntas de espárrago, es «una sinfonía sedosa», reza la carta y así es, imaginado en 1978 de regreso de un viaje a China, pone los pelos tiesos con ese relleno de duxelle de setas que invita a coger pan y no dejar gota; la lubina al vapor de algas, la rocían de aceite de oliva de Mogador y la escoltan con una ensalada rústica de patatas y sigue estando en forma, ¡cómo no!, el bogavante asado y ahumado en la chimenea, un gran clásico de la casa desde 1979.
El pobre maître se mete en graves problemas de retórica cuando trata de explicar tanta locura y demencia sabrosa sobre la vajilla, momento en el que aterrizarán sobre la mesa el pollo landés albardado de tocino y relleno de queso magro, asado y acompañado con mollejas de ternera o un hojaldre relleno de pichón, foie gras y farsa «fina-filipina», en una interpretación de los célebres patés calientes de otras épocas.
Y al final, «le grand dessert», lo leerán así en el menú: pastel de la Marquesa de Bechamel con helado derretido de ruibarbo o un compromiso sensual entre soufflé y flan, el postre de chocolate-sorbete y pastel de pera, la torrija con pomelo, la nube de sémola con frutos rojos o-receta-del-señor-Dior y el helado de hierba luisa del jardín con frambuesas, del que una sola cucharada, jurado, justifica el viaje.
Comer allá es un ejercicio tan exigente como su cocina, dirigida por Xavier Franquet, un catalán más listo que el hambre, pues requiere de concentración, amplitud de miras y apetito. No es extraño que de vuelta al aire libre nos invada una extraña nostalgia: atosiga el pensamiento de que cualquier otra cosa que probemos sea insípida, sosa, insulsa, pura ponzoña. Así Borges, tras haber visto en su Aleph, «el lugar donde están todos los lugares del orbe, vistos desde cualquier ángulo», se dice el muy canalla, «¿existe ese Aleph dentro de cada piedra del campo?, ¿lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?». Nuestra mente es porosa para el olvido.
Sentirán algo parecido cuando pisen la hierba de Eugénie, ¿he probado un Aleph en esta cocina en la que parecen coexistir, sin confundirse, todas las combinaciones del mundo? Somos olvidadizos y en unos días, ya en casa, recuperarán su sabor y los nombres de los platos de Guérard se perderán bajo nuevos guisos; hasta que regresemos de nuevo a ese paraíso y encontremos a Christine y a Michel dentro de cada molécula del aire que allí se respira en el ambiente
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