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CENTRO DE INVESTIGACIÓN DE LOS ANDES

EL LHARDY - UN RESTAURANTE CON HISTORIA

Fue el primer restaurante que hubo en España (precios fijos, minutas por escrito y mesas separadas) y además la firme apuesta por la quinta esencia culinaria; en él se decidieron derrocamientos de reyes y políticos, repúblicas, instauración de nuevas dinastías, regencias y dictaduras. Pionero en permitir el paso a mujeres solas, ha nutrido en tres siglos la crema de la intelectualidad y la espuma del poder.
El tiempo está detenido en Lhardy. Como se para en los museos. De la misma manera que lo evoca el arte, porque cuando se escribe con mayúsculas carece de él o todo lo contiene, pero sin alterarlo. Porque es emoción. A esta periodista, por ejemplo, que le trae a la memoria esos domingos en que el fútbol vespertino prolongaba la orfandad paternal de la semana, hoy como entonces Lhardy le huele a fiesta de mediodía, a la liturgia del caldo y la croqueta, a las pechugas «villarroy» —que fueron los primeros en venderlas—, preparadas para freír en casa, y al jamón dulce para la abuela. Luis G. de Candamo, que acaba de cumplir unos envidiables 87 años, que es colega y que es hijo de aquel Bernardo G. de Candamo sabio y heroico que salvó la biblioteca del Ateneo de Madrid y lo mantuvo abierto durante nuestra guerra incivil, me descubre después de tantos años que aquella carne dulce —«y que ya no hay porque ya no debe gustarle a nadie»— la lograban en la cueva de la casa, dejando las patas de cerdo bajo los pellejos que guardaban el oporto, mientras éste goteaba prodigiosamente sobre ellas. Don Luis, que empezó a venir a Lhardy con cinco primaveras y ya nunca dejó de hacerlo, se refleja este mediodía en el espejo centenario de la tienda, sobre la «bouilloire» y la fina botillería que permanece intacta desde hace 130 años, y mirando de reojo el cristal de azogue desgastado donde Azorín atisbó cómo «nos esfumamos en la eternidad», me dice muy serio, con su vaso de «media combinación» en la mano (vermuth, ginebra y limón): «Apoyemos con fuerza los pies en el suelo que no es el momento de esfumarse a sitios tan lejanos».
Pero una subida, aunque no tan larga —gracias a Dios—, nos espera hasta la tercera planta de este edificio del número 8 de la madrileña Carrera de San Jerónimo, donde nació, como sus hermanas, Milagros Novo, actual impulsora y heredera de este museo gastronómico, y donde vivió con el resto de la familia, sus padres y sus tíos, primero empleados y luego propietarios de aquel establecimiento que abriera en 1839 don Emilio Huguenin. El francés, que luego cambiaría su apellido por el nombre con que bautizó al local inspirado en el famoso Café Hardy, había nacido en Montbéliard, de padres suizos. Se trataba de un repostero de Bésançon, luego cocinero en París y después «restaurateur», con establecimiento propio en Burdeos. Por entonces, esa localidad gala, según comenta por la escalera Candamo, si que el ascenso a la planta donde Novo guarda todos los recuerdos le haya afectado un ápice al resuello, «era el centro de los desterrados españoles, donde habían coincidido los partidarios de José Bonaparte con sus antiguos adversarios los liberales, perseguidos por Fernando VII. Cuando Huguenin decide abrir su casa en Madrid, desaparecido el monarca absoluto, los exiliados retornaban a España».
Dos años antes, en 1837, el pistoletazo de Larra y el discurso de Zorrilla en su entierro anuncian la explosión del romanticismo, que lo empaparía todo. También el estilo del primer restaurante de España que sigue siendo un palacete romántico y que, como recuerda la actual propietaria, nació de una sugerencia de Próspero Mérimée a su buen amigo Emilio Huguenin, «porque estaba harto de no encontrar un sitio donde comer en Madrid sin ponerse perdido». «Mérimée —añade Candamo— se alojaba en la casa siguiente a Lhardy donde otro francés había abierto una selecta casa de huéspedes con librería, de manera que podemos decir que estamos ante el primer hotel temático de Madrid. En esa época, la Carrera de San Jerónimo tenía el empaque de una calle al estilo de la rue de la Paix, y allí se abrió la primera tienda de moda francesa para señoras».
La Puerta del Sol, entre ovejas
Seguimos nuestra escalada hacia el recuerdo y la historia. Entonces dice don Luis que es maravilloso que no se pueda poner en el edificio un ascensor porque así se evita la presencia de «viejos asquerosos». ¡Este hombre no tiene remedio! Nos tropezamos con una foto de la Puerta del Sol de Madrid de 1839 donde sólo se reconoce el edificio que hoy alberga el Gobierno de Madrid, pero sin su famoso reloj, mientras que el centro de la plaza es un descampado por donde pasa un rebaño de ovejas. Entonces todavía toreaba Cúchares, se acababa de fundar la Caja de Ahorros de Madrid —que sólo abría los domingos— y un balcón de las Cortes fue el escenario de la repetición del abrazo de Vergara con que se puso fin a la guerra carlista. Como tiene escrito Luis Cepeda, Lhardy ha sido testigo de cuantas cosas importantes han ocurrido en la capital de España. Por ejemplo, aún faltaban doce años para que arrancara un tren de Atocha, la Universidad Complutense se había inaugurado hacía sólo tres años, no existía la Gran Vía ni el Teatro de la Ópera —que luego sería Real—, y quedaban 26 años para que llegara a Madrid Benito Pérez Galdós, «el más madrileño de cuantos forasteros han hecho Madrid», que, por su puesto, fue cliente de don Emilio, y hasta su huésped improvisado. Otro inquilino insigne fue el escultor Mariano Benlliure, íntimo amigo de Agustín Lhardy, el hijo pintor célebre del fundador, su heredero y brillante impulsor del negocio hostelero.
Por cierto, no hemos dicho que a Galdós le llevó hasta Lhardy el marqués de Salamanca, banquero transformador de la Bolsa y constructor de los ferrocarriles, que en 1841 había celebrado el bautizo de su primogénito en el local del francés. Lo que no habría podido ser de otra manera: A mediados del XIX no se hablaba en Madrid más que de Lhardy como lugar inevitable de comidas de lujo. Tanto fue así que Pascual Madoz lo incluyó en su diccionario geográfico.
En la ascensión en busca del pasado atravesamos por los famosos salones. Han permanecido tal y como los diseñó hacia 1880 el decorador Rafael Guerrero, padre de la actriz María Guerrero, que había estado al servicio de la emperatriz Eugenia en las Tullerías. De él es también la idea de la fachada, construida con madera de Cuba. Los comedores que se concibieron como Salón Isabelino, Salón Blanco y Salón Japonés conservan los revestimientos de papel pintado de la época, y las chimeneas, guarniciones y ornatos son los mismos que en sus textos citan Galdós, Mariano de Cavia, Azorín o Gómez de la Serna, todos ellos fieles clientes. De hecho en Lhardy se tiene a gala ser el restaurante más citado en la literatura española.
Y también en el Parlamento, bien para criticar que sobre lo que se decía en las Cortes se especulaba en las comidas de Lhardy, bien porque los almuerzos de Lhardy sirvieron para intrigas parlamentarias. El propio Manuel Azaña, ante lo que Emilio Iglesias llamó «pacto de Lhardy», manifestó en el hemiciclo: «Las comidas de Lhardy siempre han sido famosas». Wenceslao Fernández Flórez, cronista parlamentario de ABC y habitual en el establecimiento de la Carrera de San Jerónimo, lo tiene recogido en su Diario de Acotaciones de las Cortes.
Pero ya mucho antes, otro de los clientes distinguidos de la primera época del restaurante, el general Prim, usó su nombre para la sublevación militar de 1866. «Manolo, vámonos que nos aguardan en Lhardy», fue la consigna al insurrecto general Pavía para iniciar la operación que, fracasada, le obligaría al exilio.
De Primo de Rivera a Alcalá Zamora
Me dice Milagros ante decenas de álbumes de fotos que el Salón Japonés es el que más secretos guarda de la historia de España. «Fue escenario de toda suerte de conspiraciones y conciliábulos. Era el rincón preferido del general Primo de Rivera para celebrar consejos de ministros y reuniones reservadas con personalidades de la dictadura y, por contraste, aquí se decidió el nombramiento de don Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República. Aquí venía Isabel II con sus damas —una vez se dejó olvidado un corsé—, y de lo que aquí se gestaba estaba pendiente Alfonso XII que siempre preguntaba a sus consejeros “¿y qué se dice hoy por Lhardy?”».
Otros recuerdos más frívolos se reflejaron también en los espejos filipinos del salón: La seductora cupletista La Fornarina —cuenta Candamo—, que había triunfado en un teatrito que también se llamaba el Salón Japonés gustaba de reunirse en en este comedor para celebrar sus éxitos. «Y la espía Mata Hari fue detenida después de almorzar en nuestra Casa», añade Novo.
Entre las hojas que va pasando de los libros de la memoria aparecen Alfonso XIII —entusiasta de las croquetas de la casa—, Don Juan y Doña María, la Infanta Isabel La Chata, Federico García Lorca, Antonio Maura, Jacinto Benavente, Mariano de Cavia, Ramón Gómez de la Serna, Fernández de los Ríos, Madrazo, el doctor Sacristán —que no podía vivir sin las medias combinaciones de Lhardy y que cuando falleció su exclusiva copa estalló, sin que aún haya explicación para ello—, Sagasta, Sarasate, Segismundo Moret, los hermanos Álvarez Quintero, Unamuno, Azaña, Enrique Chicote, Baroja, Azorín, Aleixandre, Domingo Ortega, Julio Camba... Y en vitrina y marco de plata la foto de una mesa presidida por la Reina Doña Sofía y una cariñosa carta de Don Juan Carlos aceptando la invitación para visitar el local «que tan agradables momentos proporcionó a su familia». Luego Milagros mira hacia arriba. «Cuando tras la guerra se revisó el local —saqueado—, y se retiraron los paños de madera que protegían los espejos, se descubrieron dos obuses sin estallar en la buhardilla —justo encima de nuestras cabezas—. Siempre —suspira— he creído que Lhardy tenía un ángel tutelar».
A partir de los 50, la Casa se convierte en epicentro de tertulias a falta de foros político-sociales donde perfilar el futuro que está por llegar. «Y en la transición —dice nuestra anfitriona— acoge reuniones públicas o solapadas de quienes dirigirán el porvenir del país. La máxima discreción, emblema del restaurante, sigue siendo una bandera bajo la que hoy se siguen acogiendo reuniones políticas, culturales y de negocios. Pero no sólo. Todo el mundo es bienvenido: veladas familiares, de amigos, de cazadores, de novios...»
Hoy con la crisis de 2009 por 35,50 euros uno se come el épico cocido de Lhardy, y por 65, «IVA incluido», el plato estrella acompañado de aperitivo, un «Martínez Lacuesta, de 4º año» y un soufflé sorpresa, postre rey de la casa. Los aperitivos de la tienda, que tantas gazuzas han aplacado ante la vista gorda de los camareros, se sirven a 1,20. «Hombre, no es un menú para tomar a diario, pero ¿a que no es caro comer en un museo?». Máxime, en un rincón de Madrid, cuyo Gobierno entregó ayer a Lhardy su Placa de Honor con categoría de Gran Cruz, donde habitan los reflejos de nuestra historia.

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