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CENTRO DE INVESTIGACIÓN DE LOS ANDES

LA COCINA DE LOS SIGLOS

Agustín García Simón

A veces los libros de divulgación consiguen su objetivo, que no es otro que acercar al lector de manera amena y sintética la complejidad de grandes temas. El de la cocina a lo largo de la historia no parece pequeño empeño, sobre todo si lo que se pretende, además de dar noticia contextual de la continuidad de la producción de alimentos y su consumo en las grandes civilizaciones humanas, es pergeñar un recetario significativo y preciso de lo mejor de la cocina desde Mesopotamia hasta la contemporaneidad. Es lo que ha hecho Ángeles Díaz Simón, cocinera exquisita antes que “fraila”, en su Recetas con historia (Barcelona, Ariel, 2011), un libro de cuidada composición tipográfica, sin pretensiones de erudición, pero cuya sencilla información histórica consigue eficazmente introducir al lector en el mundo apasionante de la cocina a lo largo de los siglos, y aun más importante: abrir el apetito de los estómagos, a la vista de sus deliciosas recetas, y el de la simple curiosidad intelectual, desatada por el arte de la cocina secular; un crisol de técnicas, imaginación y paciencia que han hecho del comer y beber el placer más duradero, el que, como escribió Brillat-Savarin en su La fisiología del gusto (1825), “puede combinarse con todos los demás placeres, y subsiste hasta lo último para consolarnos de la pérdida de los otros”.

 Desde las más bien imaginadas tabernas de la ciudad sagrada de Nippur, en la Sumeria mesopotámica, hasta los primeros restaurantes documentados en el París postrevolucionario de finales del siglo XVIII; desde las “Albóndigas de Asurbanipal” y las primeras recetas culinarias en las arcillas grabadas en escritura cuneiforme, hasta los “Espárragos a la Pompadour”, según la receta del gran gourmet Grimod de la Reynière, que consolida la excelencia de la cocina francesa como referencia contemporánea, el viaje que nos propone Díaz Simón es tan sabroso como atractivo.

En sus comienzos, como en todo, en el arte de la cocina estuvieron los dioses, que en el templo más importante de Nippur bajaban a gozar de los festines que les preparaban los hombres, organizadores por extensión de los grandes banquetes de las cortes regias. Entre el fasto desmedido de su opulencia, aparecen las primeras noticias de la primitiva cerveza, producto fermentado de los cereales o los dátiles, las carnes especiadas, el sésamo y su aceite, las hierbas aromáticas, las salmueras y una pasta de pescado que podría considerarse como el antecedente del garum romano. Hay en todo ello un primer y serio intento de organización de la cocina que continuará creciendo con el esplendor agrícola del antiguo Egipto, pero no será sino en la Grecia clásica donde la cocina como depósito de técnicas y bien necesario para la vida se transforme en un intento de excelencia: la gastronomía, o el arte de superar las preparaciones y cocciones rudimentarias para conseguir una fase de refinamiento. Ya no se trata sólo de alimentarse, sino de comer placenteramente y hacer del acto en sí una puesta en escena depurada, el banquete, que estreche vínculos sociales y haga de sus sobremesas un semillero dialéctico, cultural, filosófico. En Grecia, la frugalidad de la cocina se despliega y enriquece en variedades y sabores, estableciendo propiamente la cocina mediterránea en toda su dimensión de cereales, legumbres, frutas, carnes, pescados y volátiles; pero ya, desde muy pronto, con toques inequívocos de exquisitez, incluso de la mano de los primeros estoicos. Vean, si no, esta muestra que nos dejó Crisipo de Solos: “Lentejas con cilantro y cebolla cruda en la estación invernal, ¡caray, caray! Son como ambrosía en el frío”.

Siglos después, en tiempos del emperador Marco Aurelio (s.II d.C.), Ateneo de Náucratris, ciudad muy helenizada del bajo Egipto romano, consagró el simposio culinario en su Banquete de eruditos, centón extraordinario de la cocina de la antigüedad donde se mezclan toda clase de noticias sobre alimentos y técnicas culinarias, personajes, fragmentos literarios, costumbres, chistes…; como en la misma cocina y banquetes romanos, exhibición de abundancia, variedad de materias y contrastes de sabores. Todo muy especiado y aromatizado. Y el garum por doquier en las mesas patricias, porque la elaboración de esta salsa pastosa (“a partir de las vísceras fermentadas de pescado -nos dice la autora-, especialmente el boquerón, la sardina, la caballa o el jurel”) salía muy cara y estaba considerado como afrodisíaco. “Roma: el imperio de los sentidos”, titula Díaz Simón con buen criterio. Pero los romanos no alcanzarían nunca en su cocina el refinamiento de los griegos.

Más allá del limes, de la frontera, los bárbaros bebían leche y cerveza, la primera muy mal vista por los habitantes del Imperio; comían la carne asada y usaban sus grasas para cocinar en lugar del aceite. Pero tan pronto como los visigodos invadieron Hispania, el más viejo y romanizado de los pueblos bárbaros trocó la cerveza por el vino, como alimento y reconstituyente, y asentó el predominio de las carnes y sus grasas en el nivel superior de la alimentación a lo largo de la Edad Media cristiana, donde el arte cisoria, el arte de trinchar las carnes, cobró una importancia superior, sólo comparable, por contraste, al plato más importante de las clases inferiores: la “olla caliente”, el potaje revuelto que en adelante constituiría en España la comida por antonomasia, precedente del cocido. El secular paréntesis en que Hispania se convirtió en Al-Andalus inundó la Península de frutos secos, arropes, jarabes, jaleas, frutas y zumos, miel azúcar y canela. Una cocina pletórica de especias y aromas, con postres deliciosos de pastelería. Luego la colonización americana convulsionó de raíz la sociedad europea y su cocina, con el trazo grueso de un antes y un después que el último Renacimiento trató de ordenar con gusto y perfeccionamiento. Pero hubo que esperar al siglo XVIII para que se produjera uno de los hitos fundamentales en la cocina contemporánea: la separación de lo dulce y lo salado, y de la mano francesa y sus grandes figuras de la cocina la unión duradera del placer y la comida, hasta la fusión y “confusión” del último tercio del siglo XX.

El epílogo del libro de Ángeles Díaz Simón es una llamada a la sensatez y al amor por la cocina, un canto a los orígenes de la felicidad natural que procura la comida y su entorno compartido, ajeno, afortunadamente, a los pretenciosos experimentos con humos y fumarolas. Como Leonardo Da Vinci, que también fue cocinero antes que fraile, piensa que “Hay más belleza en un solo brote de col, y más dignidad en una zanahoria, que en una docena de cuencos dorados llenos a rebosar de carne y huesos. Es la cualidad de la sencillez la que se ha de descubrir”. En estos tiempos en que la imbecilidad grosera y sofisticada cotiza al alza, es una suerte encontrar textos como el presente, llenos de gusto, con una mica salis.
(*) Agustín García Simón es escritor y editor.
Artículos del autor en cuartopoder.es.

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